La Catedral vacía. Se regala el silencio en los
pilares de tierra endurecida. Ningún aliento roza
la quietud lisa y firme de esta alcoba de piedra
donde Dios vela solo.
¡Oh clausura de tumba que por la noche sella
toda una calma gótica de músculo encendido!
Una brisa ligera de vez en cuando agita este
silencio en polvo flor de cuerpo presente.
Bajo el peso aromado de la púrpura unida ha
llegado a doblarse una cera que arde. Algo
aguarda la sombra del hierro subterráneo donde
yacen los muertos con su fina sonrisa.
En lo cóncavo y alto suenan golpes terribles
como lúgubre aviso de martirio lacrado. Suenan
golpes terribles porque el sueño construye un
ataúd de urgencia sobre la losa fría.
El cadáver de Cristo penetra en esta augusta
soledad hecha piedra como un salmo suspenso.
El aire queda inmóvil. Inmóvil aún al tenue y
entrelazado silbo de algún piar lejano.
Llega el Señor cansado de su larga hermosura,
arrastrando la brisa y el temblor de la noche. A
sus muslos desnudos la Catedral ofrece con
figura de lumbre una paz de claveles.
Colgado de una cruz llevan este cadáver sus
hermanos de muerte los hombres deleitosos.
Sólo un forrado y lento rumor de paso altera la
frialdad que cruza por las naves desiertas.
El misterio descalza su atmósfera morada y ciñe
vacilante a la bella escultura. Todo muro ante el
paso del Calvario establece una grave leyenda
de marfil y de llamas.
La oscuridad labrada se oculta en las capillas
donde los estandartes manchados de batallas
con sus telas podridas tiritando de mármol se
agarran a la aurora deses-peradamente.
Todo se borra y pierde ante el negro desfile
postrado en agujeros de tristeza insondable. Los
pausados cerrojos se adentran en las sombras
añorando algún cuadro de tibieza celeste.
El tiempo se detiene ante el trágico duelo y ajusta
más la clave de sus arcos remotos. Todo el
templo reposa trans-formado en la mina donde
Cristo nos quiere salvar con su trabajo.
A medida que avanza la sagrada madera el
silencio se acoge al murmullo del suelo. Un
silencio ya fresco que en lo gótico aclara las
tinieblas que empañan el esbelto recinto.
Inclinada al esfuerzo de su andar jadeante, la
caoba recruje entre lirios deshechos. (Hay una
lejanía de cordeles y escarcha en la voz que
seduce éste fúnebre arrastre.)
Las naves están solas como cuerpo sin alma,
solas hasta la medula del alba colorada. Tibios
todos los lechos del mundo en esa hora; tan sólo
los altares, desiertos, enfriados...
Mientras fuera se agita deshecha madrugada,
Cristo camina solo entre bóvedas mudas.
Y otra vez ese golpe que estremece al silencio, el
golpe que nos llama al orden de la muerte.
El templado cadáver se ha tornado amarillo al
llegar a la puerta donde nace la aurora. Entre
humo de aceite y caoba de nievela Catedral
respira su niebla de agonía.
Juan Sierra(Palma y Cáliz de Sevilla)
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